Deber y obligación en la pobreza franciscana
Por Ignacio Nava Díaz
Cuando en diciembre de 2018 inició el sexenio autodefinido por el presidente Andrés Manuel López Obrador como el Gobierno de la Cuarta Transformación, muchos de los temas que señaló serían parte de la agenda de su gobierno, en el que se incluía la administración pública austera, bajo el lema de austeridad republicana. El anuncio no causó sorpresa debido a que la actividad administrativa bajo ese esquema, era y continúa siendo, la extensión de la forma de gobierno que había implementado cuando estuvo al frente de la jefatura de gobierno de la Ciudad de México en el periodo 2000-2006.
Una administración pública austera consiste, de acuerdo con la evidencia empírica y el discurso político que ha manejado el titular del ejecutivo federal, en reducir y, en la medida de lo posible, eliminar el presupuesto destinado a viáticos, pago de choferes y de personal de asistencia directiva, eliminar pago de telefonía móvil para funcionarios, reorientar la asignación de combustibles para áreas operativas, optimizar el uso de papelería en las dependencias de gobierno, reorganizar los sueldos de los funcionarios públicos tomando como tope máximo la remuneración del Presidente, entre otras medidas.
Lo anterior, sin que ello implique la paralización de la administración pública y, además para que, con los ahorros obtenidos, se implemente la política social a través de programas como; la pensión para adulto mayores, pensión para el bienestar de personas con discapacidad, las diversas becas para jóvenes, el apoyo para el campo a través del programa Sembrando Vida, entre los más representativos, y se realicen obras de infraestructura a nivel nacional.
Cabe señalar que si bien es cierto que esta política de austeridad ha causado diversas críticas, dentro de las cuales se menciona la detección de deficiencias o atrasos en la atención a la ciudadana, dichos señalamientos no hacen referencia a que en otros gobiernos se mantenía la contratación de choferes hasta para los familiares de los funcionarios de alto nivel, y se utilizaba el presupuesto para acondicionar oficinas o la Residencia de los Pinos con productos suntuarios, como por ejemplo, la adquisición de toallas con precios cercanos a los 400 dólares por unidad o sábanas de más de 3,500 dólares, durante el gobierno de Vicente Fox. Y, más aún, no se otorgaban los apoyos que en esta administración se otorgan y cuyo monto de acuerdo con el presupuesto de Egresos de la Federación 2022 asciende a más de 3 billones 403 mil millones de pesos. Respecto al uso de los recursos económicos señalados, la pregunta que debe guiar al ciudadano consciente es ¿Qué se hacía con ese dinero sino se ejecutaban obras de gran magnitud ni se otorgaban los apoyos que hoy se otorgan?
Sin duda, no todo está bien en el presente gobierno, se han notado errores administrativos que aunados a las inercias negativas del pasado y las resistencias de grupos de poder han impactado en la eficiencia esperada o en la materialización de las expectativas generadas hacía la población, y en este sentido, quizás además del ejercicio administrativo austero, también resulte pertinente revisar los programas sociales para evitar duplicidad de beneficiarios o mejorar los controles para que los apoyos lleguen a quienes realmente lo necesitan, sin embargo, es preferible que ese presupuesto llegue a la población a que sea distribuido entre beneficios de la burocracia y sus familiares o se diluya entre actos de corrupción como se llegó a naturalizar en gobiernos pasados.
Regresando al tema de la austeridad republicana, el 27 de julio el Presidente de México señaló que su política de gobierno pasaría a una nueva etapa denominada pobreza franciscana, con ella buscaría restringir aún más los gastos del gobierno para sostener los programas sociales y las obras públicas, sin acudir al endeudamiento y mantener el equilibrio de las finanzas públicas. Sin embargo, también se han manifestado voces que señalan una incoherencia entre lo que se señala como directriz política del ejercicio de la administración pública y lo que algunos funcionarios públicos o familiares del titular del Ejecutivo federal realizan en su vida privada.
En este contexto, es necesario realizar otra reflexión y para ello nos apoyaremos en la disciplina jurídica.
De acuerdo con el Derecho existe una diferencia marcada entre la obligación jurídica y el deber moral. La obligación jurídica se sustenta en las normas, y los ciudadanos o grupos de ciudadanos hacia los cuales está dedicada cierta norma están llamados a actuar dentro de las directrices del marco normativo respectivo, en este sentido, los funcionarios públicos que prestan los servicios dentro del gobierno federal actual deben actuar de acuerdo a la Ley Federal de Austeridad Republicana que es la materialización jurídica de la propuesta política del gobierno en turno. Sin embargo, esa disposición jurídica pierde su efecto obligatorio en la esfera de la vida privada, en otras palabras, el funcionario público no está obligado a aplicar la pobreza franciscana en el consumo que realiza como parte de su vida ordinaria o adoptar una vida de limitaciones económicas aun cuando por el fruto de su trabajo, pasado o presente, cuente con solvencia económica, porque, en el ámbito particular, adoptar la pobreza franciscana depende de la voluntad personal, o sea, de un deber moral.
Y más, aún, si se tratara de imponer el pensamiento y comportamiento de la pobreza franciscana en la vida privada del servidor público, se estaría violando el derecho a la libertad de convicciones éticas plasmado en el Artículo 24 constitucional.
Por tanto, si bien puede ser deseable, desde el punto de vista de los críticos del gobierno actual que se dé comportamiento similar en el desempeño de la función pública y la vida particular de los administradores públicos, dicha opinión no tiene un sustento legal y si se optará desde el ejecutivo federal por tratar de imponerlo sería anticonstitucional, en este sentido, para los adversarios del actual gobierno sería conveniente utilizar otros temas como bandera política donde no oculten los hechos del pasado y la información que compartan tenga un sustento político, económico o jurídico real.
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